sábado, 11 de abril de 2020

CUARENTENA EN LA ERMITA DE SANTA BRÍGIDA DE OLITE

Puerta del templo donde eran aislados los sospechosos
Confinarse, encerrarse o aislarse durante un tiempo, la cuarentena, ha sido ahora con el coronavirus y durante siglos con el cólera o la peste una buena práctica para cortar por lo sano la enfermedad, que en Olite se hacía a la menor sospecha con el bloqueo de las puertas de la muralla, su vigilancia día y noche y la incomunicación de sospechosos en, por ejemplo, la ermita de Santa Brígida situada a tres kilómetros en pleno monte Encinar.
Santa Brígida en su templo del sXIII
        Cuando llegó la noticia de la peste de 1599 lo primero que hizo el Concejo de Olite fue pregonar a los cuatro vientos que quedaba prohibido alojar sin su permiso a los forasteros. Los mandatarios municipales hicieron hincapié en que nadie debía penetrar en el pueblo por las falsas puertas o “portillos” que se habían abierto en los últimos años en los maltrechos lienzos de la muralla, como recuerda el historiador Peio J. Monteano en“La ira de Dios. Los navarros en la Era de la Peste (1348-1723)” de la editorial Pamiela.
         Desde el mes de abril, todas las entradas a la villa estaban candadas salvo el Portal de Falces o del Carmen, custodiado por los vecinos. Los guardas tenían la prohibición expresa de no dejar pasar a viajeros de Estella y Puente la Reina, que en aquel momento eran el foco de la enfermedad.
        Monteano cuenta que los olitenses evidenciaron su tenor un mes después, cuando ante la puerta aparecieron dos personas que dijeron ser de Cintruénigo pero realmente llegaban de la ciudad del Ega. Los viajeros querían entregar ropa al hijo de uno de ellos que estudiaba en la escuela de gramática del licenciado olitense Aznar.
         Descubierto en engaño, los sospechosos fueron confinados en la ermita de Santa Brígida, templo del siglo XIII en el que precisamente se han descubierto recientemente pinturas presididas por San Marcial, primer obispo de Limoges y precisamente protector contra la peste. El autor de la “Ira de Dios” también revela que “aunque la ropa se quemó prudentemente, el muchacho estellés murió al poco tiempo”.
          Con todo, Olite era un lugar bastante más seguro que Pamplona, por lo que el virrey Juan de Cardona se desplazó a mediados de septiembre cuando detectaron los primeros apestados en la capital. De la pandemia surgió la tradición del Voto de la Cinco Llagas, que Pamplona renueva aún cada Jueves Santo.
           En Tafalla pasaba algo parecido y a la localidad vecina llegaron en asilo los miembros del tribunal real y la corte mayor que dejaron Pamplona. Extremaron las medidas de prevención y, en lo religioso, los tafalleses invocaron la protección de San Sebastián y rodearon la localidad con un rollo de cera. Cuando la peste cedió, Tafalla perpetuó esta costumbre con la llamada “procesión de los muros”.
          El encierro en ermitas o edificios alejados fue un recurso frecuente. Al menor síntoma, hinchazón en las ingles o sobacos, bultos negros en la espalda, cara y manos, los enfermos quedaban confinados hasta que morían o demostraban su inmunidad, como hacían los de Olite en Santa Brígida y otras ermitas como la desaparecida de San Lázaro, de la que cuentan que rescataron la imagen del Cristo de la Buena Muerte ante la que expiraban los apestados y que ahora está en la iglesia de Santa María y que cuenta con devoción en el vecindario.                                          
          Precisamente aislados de la peste, en cuarentena, permanecían los protagonistas de una de las grandes obras de la literatura, el Decamerón, en el que Boccaccio plasmó una de las descripciones más terrible de la pandemia que asolaba Florencia: “Tan grande fue el espanto que este hecho puso en las entraña de los hombres que el hermano desamparaba al hermano y el tío al sobrino, y la hermana a su hermano querido y aun la mujer al marido. Y lo que era más grave y resultaba casi increíble, que el padre y la madre huían de los hijos tocados por la enfermedad...”

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