martes, 1 de mayo de 2012

GRILLETES PARA LOS DE OLITE

El alcaide castellano de los palacios de Olite y Tafalla, Hurtado Díaz de Mendoza, se tomó la revancha un 25 de marzo de 1516. Días antes habría tenido que huir ante el levantamiento legitimista encabezado en la Merindad por el marqués de Falces, Alonso de Peralta, que esperaba la entrada por Isaba de las tropas del mariscal Pedro de Navarra, luego derrotadas. Olite se había sumado enseguida la rebelión y sus habitantes lo pagaron caro. Nada más recuperar la buena villa, el castellano arrestó a 30 vecinos. Cargados de grilletes, 18 jóvenes olitenses fueron encerrados en las mazmorras de Tafalla y luego llevados presos hasta Vitoria.

Hurtado Díaz de Mendoza disponía de 100 lanzas y 200 jinetes a las órdenes del monarca Fernando de Aragón, repartidos entre los castillos de Olite y Tafalla. Gente de armas necesaria para sujetar a un vecindario levantisco, “de dudosa fidelidad”, como se demostraba cada vez que el rey Juan de Albret y la reina Catalina de Foix asomaban por la muga pirenaica dispuestos a recuperar el trono de Pamplona.

La represión de los sublevados se encomendó al nuevo virrey de la Navarra dominada, el duque de Nájera, cuñado del conde de Lerín, cuyos territorios se extendían por la frontera navarro-castellana, con influencia en Bizkaia, Gipuzkoa y Álava. Su gobierno autoritario indignó a los agramonteses y soliviantó a la mayoría de los beamonteses, sus antiguos aliados.

Ante el intento de reconquista de 1516 que costó las cadenas a los de Olite, los invasores reaccionaron con la demolición de las fortalezas y posiciones defensivas de Navarra. Recién fallecido Fernando el Católico, la orden de destrucción correspondió al cardenal Cisneros y su mano ejecutora fue el sanguinario coronel Cristóbal Villalba, uno de los mejores lugartenientes del Gran Capitán en los Tercios de Italia. Arturo Campión dijo de él que “igual manejaba la espada del soldado como la cuchilla del verdugo”. El militar natural de Plasencia (Cáceres) mandó por espacio de cuatro años el ejército de ocupación creado por Fernando.

A pesar de la protesta unánime de la nobleza navarra, también la beamontesa, los muros de Tudela, Tafalla y Olite cayeron el 10 de abril. Luego siguieron los de Corella, Cintruénigo, Falces, Peralta, Azagra, Sangüesa, Estella, Murillo el Fruto y otras poblaciones fieles a los Albret. “De esta manera el reyno no puede estar más sojuzgado y más sujeto, y ninguno en aquel reyno tendrá atrevimiento ni osadía para revelarse”, escribió Villalba a Cisneros.

Los olitenses también vieron derruir las fortificaciones del convento de San Francisco. Uno de cada casa fue forzado a coger la piqueta. “Entre los nobles edificios que en esta acerba calamidad cayeron por tierra causó gran lástima el convento de San Francisco de Olite, a quien por ser fuerte de situación y fábrica, no le valió sagrado ni se tuvo respeto a su ancianidad y a la piedra con la que era frecuentado y reverenciado por los fieles, como uno de los santuarios más insignes de Navarra”, escribió el cronista Francisco Alesón, que recordó cómo, incluso, al cardenal Cisneros se le pasó por la cabeza repoblar Andalucía “y otras partes remotas” con los navarros rebeldes.

En premio, Cisneros dio al coronel Villalba el mando de las fortalezas de Estella, Tafalla y Olite, donde nombró alcaides de su confianza. Los soldados ocupantes recibieron en premio trozos de muralla y torreones, que reutilizaron para construirse casas en los pueblos sojuzgados. Después de este asolamiento, Villalba pudo dirigir a su señor su frase más conocida: “Navarra está tan baja de fantasía después que vuestra señoría reverendísima mandó derrocar los muros, que no hay hombre que alce cabeza”.

La crueldad, además, se cebó personalmente con quienes habían defendido la causa legitimista. Las multas, detenciones y encarcelamientos no fueron los castigos peores. Por ejemplo, el alcaide del castillo de Murillo el Fruto, Pedro de Rada, fue “descoyuntado a puros tormentos” en Tafalla, según contó el historiador guipuzcoano Esteba de Garibay. El insurrecto noble fue ajusticiado por mantenerse leal a los reyes de Navarra y desmantelada la fortaleza que guardaba.

El 26 de septiembre de 1517, con la situación algo aplacada a costa de presión militar, los legitimistas de Olite y otras poblaciones que estaban desterrados se dirigieron a las Cortes para quejarse del trato que mantenía los conquistadores. “Semejantes crueldades en España ni aún con los infieles no se han hecho”, esgrimían unos exiliados a los que no llegó el perdón hasta 1524.

Tres años antes, en la última intentona de recuperación del reino que acabó en el desastre de Noain, los de Olite todavía tuvieron fuerzas para sublevarse junto a otras localidades agramontesas. Derrotados los navarros soberanistas, el 22 de noviembre de 1521 el rey de España, Carlos I, mandó desde Bruselas destruir los últimos tramos de la muralla de Olite que quedaban en pie. Los conflictos de convivencia entre los naturales y las tropas extranjeras acantonadas se prolongarán en la villa durante, al menos, medio siglo.



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