Hace
casi cien años el escritor Pío Baroja (San Sebastián, 1872-Madrid, 1953) se
paseó por la Merindad en un viaje que le llevó de Pamplona a Tudela. El
donostiarra, un verso libre en la literatura y la política, dejó plasmadas las
impresiones que le sirvieron para su relato “La ruta del aventurero” (1916) y la
guía “El País Vasco” (1953). Don Pío describe Tafalla como una “granja”
colocada en medio de la llanura navarra, se sumerge en el ambiente tabernario
de la época, observa con su habitual acidez y concluye que en la ciudad reina
Baco y “el vino es un dios”. El retrato áspero, como su dueño, se extiende
también a Barasoain, Olite, Ujué o Caparroso.
Pío Baroja fue, ante todo, un pensador
libre que sin algodones puso en su pluma cuanto le dio en gana. Habló y
escribió mal de muchas gentes y sitios. Arremetió contra todo con una prosa sin
par. Navarra estuvo siempre presente en su obra insolente y anticlerical. Su
infancia trascurrió en Pamplona y pasó los veranos en el caserío Itzea que
compró en Bera, cerca de donde los requetés estuvieron a punto fusilarle en
1936 y desde donde cruzó la muga hacia el exilio.
El verano de 1914, según recoge Luis
Gil en “Narraciones intrascendentes”, don Pío, que así llamaban a este
representante de la llamada Generación de 98, se echó a un camino que abrasaba
“el horrible bochorno”. Dejó Pamplona, a la que solía dar estopa en sus
papeles: “una puñetera cabeza de cendea plagada de curas, soldados y peritos
agrícolas”, dice, por ejemplo, de ella. Y siguió hacia el sur. Tras un primer
alto en Campanas, a la hora de comer se presentó en Barasoain y, a la mañana
siguiente, prosiguió hacia Tafalla “cuando más apretaba el sol”.
En la ciudad del Cidacos no estuvo ni
veinticuatro horas, las suficientes para describir, con extraña generosidad en
él, la personalidad de unas gentes como las del mesonero que le acoge: “El amo
de la posada de un pueblo cualquiera considera mucho más al compadre suyo que
al forastero rico. Esto me parece muy bien. Yo soy de los que cree que el
dinero no es apenas de uno. Solamente son de uno los instintos y las pasiones,
las enfermedades y los deseos”.
Aunque no se detiene en el típico retrato
geográfico de la localidad, Baroja todavía tiene tiempo para referir la fértil
campiña de Tafalla, “viñedos, trigales y huertas”. La imagina como “una gran
granja colocada en medio de sus tierras de labor”.
El relato, no obstante, se centra más
en la impresión que recibe del vecindario que en referenciar calles, monumentos
o iglesias. “Pasé la tarde y la noche en una taberna”. Enclaustrado en el templo
del tinto y el clarete, Baroja encontró a los tafalleses “malhumorados”.
“Únicamente se humanizan hablando del vino, por el cual tenían una verdadera
adoración... Allí el vino es un dios que hace a los hombre irritables y
violentos”. Encerrado en un bar del que casi no sale, el escritor observa en
todas las partes el reinado de “un Baco huraño y violento. Se veía vino en las
barricas, en los toneles, en las palanganas”.
Al
repuntar el sol, Baroja sale hacia Olite: “Más allá de Tafalla, siempre
siguiendo las aguas del Cidacos, se encuentra Olite, con las torres del
castillo donde vive el recuerdo de infortunado príncipe de Viana ...”, recogerá
en su “Guía del País Vasco” de 1953 editada en Barcelona. También aparece Ujué,
situado alrededor del Santuario, y “formado por algunas calles sumamente escarpadas...”.
En su viaje al sur, el escritor de
Itzea para en el “requemado y polvoriento” Caparroso, en el que en una de sus
novelas colocará a un pobre aventurero inglés como médico de una partida
liberal que busca levantiscos carlistas en la Bardena.
Baroja escribe que en Caparroso oyó contar
a un mozo que todos los sábados había trabucazos en el pueblo y a otro de Ujué,
que entró en conversación, cómo el cura de la villa de la sierra escondía la
escopeta bajo la sotana cuando iba a misa afín de evitar que los vecinos no se
rieran de él. “Es la geografía en connivencia con las instituciones la que
produce tales efectos”, remata el escritor en su enfurruñado andar rumbo a
Tudela.
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