Puerta del templo donde eran aislados los sospechosos |
Confinarse, encerrarse o aislarse
durante un tiempo, la cuarentena, ha sido ahora con el coronavirus y durante
siglos con el cólera o la peste una buena práctica para cortar por lo sano la
enfermedad, que en Olite se hacía a la menor sospecha con el bloqueo de las
puertas de la muralla, su vigilancia día y noche y la incomunicación de sospechosos
en, por ejemplo, la ermita de Santa Brígida situada a tres kilómetros en pleno
monte Encinar.
Santa Brígida en su templo del sXIII |
Cuando llegó la noticia de la peste de
1599 lo primero que hizo el Concejo de Olite fue pregonar a los cuatro vientos
que quedaba prohibido alojar sin su permiso a los forasteros. Los mandatarios
municipales hicieron hincapié en que nadie debía penetrar en el pueblo por las falsas
puertas o “portillos” que se habían abierto en los últimos años en los
maltrechos lienzos de la muralla, como recuerda el historiador Peio J. Monteano
en“La ira de Dios. Los navarros en la Era de la Peste (1348-1723)” de la
editorial Pamiela.
Desde el mes de abril, todas las entradas a
la villa estaban candadas salvo el Portal de Falces o del Carmen, custodiado
por los vecinos. Los guardas tenían la prohibición expresa de no dejar pasar a
viajeros de Estella y Puente la Reina, que en aquel momento eran el foco de la
enfermedad.
Monteano cuenta que los olitenses evidenciaron
su tenor un mes después, cuando ante la puerta aparecieron dos personas que
dijeron ser de Cintruénigo pero realmente llegaban de la ciudad del Ega. Los
viajeros querían entregar ropa al hijo de uno de ellos que estudiaba en la
escuela de gramática del licenciado olitense Aznar.
Descubierto en engaño, los sospechosos
fueron confinados en la ermita de Santa Brígida, templo del siglo XIII en el
que precisamente se han descubierto recientemente pinturas
presididas por San Marcial, primer obispo de Limoges y precisamente protector
contra la peste. El autor de la “Ira de Dios” también revela que “aunque la
ropa se quemó prudentemente, el muchacho estellés murió al poco tiempo”.
Con todo, Olite era un lugar bastante
más seguro que Pamplona, por lo que el virrey Juan de Cardona se desplazó a
mediados de septiembre cuando detectaron los primeros apestados en la capital. De la pandemia surgió la tradición del Voto de la
Cinco Llagas, que Pamplona renueva aún cada Jueves Santo.
En Tafalla pasaba algo parecido y a
la localidad vecina llegaron en asilo los miembros del tribunal real y la corte mayor que
dejaron Pamplona. Extremaron las medidas de prevención y, en lo religioso, los tafalleses
invocaron la protección de San Sebastián y rodearon la localidad con un rollo
de cera. Cuando la peste cedió, Tafalla perpetuó esta costumbre con la llamada
“procesión de los muros”.
El encierro en ermitas o edificios
alejados fue un recurso frecuente. Al menor síntoma, hinchazón en las ingles o
sobacos, bultos negros en la espalda, cara y manos, los enfermos quedaban
confinados hasta que morían o demostraban su inmunidad, como hacían los de
Olite en Santa Brígida y otras ermitas como la desaparecida de San Lázaro, de
la que cuentan que rescataron la imagen del Cristo de la Buena
Muerte ante la que expiraban los apestados y que ahora está en la iglesia de
Santa María y que cuenta con devoción en el vecindario.
Precisamente aislados de
la peste, en cuarentena, permanecían los protagonistas de una de las grandes
obras de la literatura, el Decamerón, en el que Boccaccio plasmó una de las
descripciones más terrible de la pandemia que asolaba Florencia: “Tan grande
fue el espanto que este hecho puso en las entraña de los hombres que el hermano
desamparaba al hermano y el tío al sobrino, y la hermana a su hermano querido y
aun la mujer al marido. Y lo que era más grave y resultaba casi increíble, que
el padre y la madre huían de los hijos tocados por la enfermedad...”
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