martes, 6 de septiembre de 2011

LO MEJOR DEL MUNDO

Que sepan todos los que conocieron a Francisco Quintana, Paco, que a los 94 años vive todavía anciano en su caserío de la Bizkaia profunda. Y que cuando llegan estas fechas previas a las fiestas del pueblo revive en su alma un pensamiento eterno: Olite.

Durante más de medio siglo, al albor de esa luz de septiembre que, más débil, pinta de miel las piedras del Castillo, Paco se presentaba en Olite con su maleta repleta. Separaba de sus pastos verdes una ternera, la vendía en el mercado y con la plata bien fresca corría a la estación de Bilbao para pillar un autobús que enlazara con Iruña y, después, hasta Olite en la Tafallesa.

Sin avisar del día exacto de llegada, pero siempre, más o menos, por las mismas fechas, tocaba la puerta del número 11 de la calle Caparroso, en el barrio de Corea, y allí se instalaba hasta finales de mes, cuando regresaba al baserri perdido, con las vacas, la leña, los capones, conejos y un pequeño huerto, tan lejos y tan cerca de la llanura y el bochorno olitense.

En cuanto pisaba Olite, le recibía, acomodaba y daba apego la Amparo, mujer de Fulgencio Ansa, al que nadie conocía por este nombre sino por El Chatillo, al que una guerra incivil había convertido en camarada inseparable de Paco, al que los años mozos habían fundido en una amistad forjada al rojo de las que duran más que la vida.

Un lujo de fraternidad, por tanto, que cada víspera de Fiestas se renovaba y que el resto de los meses permanecían latente, dos cartas cruzadas, una felicitación por Navidad, una llamada de teléfono cuando lo hubo, entre el monte de un caserío casi aislado cercano a Sopuerta y el plano de las viñas olitenses.

Al principio Paco venía solo, después también llegó con las maletas su mujer, Isabel Zabala, una bilbaína graciosa, un mujerón con carácter, que de muete te pellizcaba el moflete y te saludaba con un “que tal estás amante” y te dejaba algo descolocado.

Isabel se fue pronto. No tuvieron hijos. Paco aparcó unos años las Fiestas, pero cuando cicatrizó algo la herida volvió a Olite, a sus paseos con el Chato, al pipote del Brotapelo, al poteo por la calle Mayor, a la taberna de Asterio, a la Pitona y al bar del Toro. El veraneo terminaba siempre igual. En el huerto de El Chatillo, embotando un tomate navarro que luego le duraba todo el año en la húmeda montaña, amén, como no podía ser menos, de un garrafonico de vino del Sindicato.

Paco se convirtió en un asiduo del septiembre festivo. Tan inseparable del imaginario de sus amigos como las tramadas del encierro, las campanas que tañen el víspera de la Cruz en Santa María o los tintos mojados con sifón que con fritos de gamba ponían en la Fragua.

A Paco Quintana ahora ya no le siguen las piernas. Le cabeza le rula bien, pero no puede coger la maleta ni vender uno de sus terneros para escaparse a Olite. Desde la gasolinera de Sopuerta sube una carretera estrecha que te lleva hasta lo más recóndito de un bosque de eucaliptos. Cuando el asfalto termina, todavía queda un trecho. Una pequeña pista de cemento muere, por fin, en el cercado caserío de los Quintana. No hay nada más allá. Solo monte próximo a la muga con Cantabria.

Allí aguanta Paco sentadico en su silla. Convive con su hermana viuda de 80 años y su otro hermano, sordo, de 90. Ninguno tiene descendencia. La madre de todos pasó de los cien años y llegó a ser la mujer más longeva de Bizkaia. O sea que de casta le viene al galgo.

Y dicen que cuando vas a verles y le preguntas a Paco qué tal andan sus huesos y si se acuerda de los tiempos mozos de Olite, un brillo rezuma en sus ojillos de viejo casero, un nudo aprieta su garganta y suelta: “Jode, Olite ... ¡ Lo mejor del mundo entero !”. Y todos lloramos un poco porque este año, aunque tampoco estés en Fiestas, te llevamos dentro.

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