viernes, 2 de marzo de 2012

SECUESTRO EN " LA CELADA"

El periódico pamplonés Lau-Buru se hizo eco en febrero de 1882 del secuestro de un acomodado olitense por el que los raptores reclamaron un rescate de “dos mil duros” de la época, toda una fortuna que los familiares entregaron en el paraje del Portal de la Celada, en el sendero que une Olite/Erriberri y Uxue. La crisis económica, la precariedad de los campesinos sin tierras, la venta del comunal en favor de empresarios ajenos y la ruina de los ayuntamientos fueron el caldo de cultivo que arrojó a los caminos a los más necesitados y disparó la criminalidad en la Merindad.

Aquel 19 de febrero de hace 130 años los lectores de Lau-Buru conocieron la noticia de que el retenido era Juan Antonio Iturralde y que el suceso había acontecido el día anterior, “cuando dicho señor, entretenido en recorrer una finca de su propiedad, se disponía a montar a caballo para regresar a la población”.

La crónica contaba que, entonces, llegaron dos desconocidos “de la parte de Beire” y otros tantos desde San Martín de Unx. Tras capturarlo, obligaron a Iturralde a escribir unas líneas en las que pidió a su familia que pagara el dinero del rescate. Un criado que le acompañaba actuó de mediador. El canje debería hacerse en el Portal de la Celada, con la advertencia al sirviente de que regresara solo porque “de venir acompañado por cualquiera asesinarían al amo”.

La publicación contaba que el canje se efectuó y después, cuando el rehén estuvo ya liberado en Olite, comenzó la persecución de los delincuentes, una operación que dirigieron el inspector de la policía Olalde y el “padre político” del retenido, el “Sr. Laboreria”.

Los agentes municipales Arteaga y Martincorena detuvieron esa tarde a un hombre de Gallipienzo que estaba en un caserío de la zona. También se interrogó a un paisano que declaró que vio pasar por el Portillo a cuatro sospechosos.

El despliegue policial fue importante. “La guardia civil de Tafalla salió por la parte de San Martín con dirección a Ujué y la de Caparroso por las Bardenas, sin que pudiera asegurarse nada ...”.

El suceso sirvió para que las autoridades locales demandaran mayor presencia policial en los caminos que cruzaban la Merindad, “con lo que habría de evitarse crímenes inauditos como el que nos ocupamos”, escribió el periodista de Lau-Buru.

La seguridad se había convertido en un asunto prioritario entre los ciudadanos acaudalados. El final de las guerras carlistas aceleró la implantación de nuevas relaciones económicas. El gobierno central se empleó en la aplicación de una reforma agraria empeñada en liberalizar la tierra a costa de la venta del comunal.

Las sucesivas leyes erradicaron viejas costumbres arraigadas en la cultura comunitaria del campesinado local, a favor de un nuevo liberalismo agrícola que se hizo, a golpe de talón, con los bienes de titularidad vecinal. En eras de una supuesta modernidad, la propiedad colectiva pasó a ser individual y miles de campesinos se empobrecieron.

El historiador peraltes José Miguel Gastón ha estudiado este periodo que denomina “la revolución burguesa”. El contexto alimentó conflictos en los pueblos. Los nuevos latifundistas intentaron controlar los ayuntamientos para, en algunos casos, auto adjudicarse la venta de corralizas municipales.

La precariedad se agravó a lo largo del siglo XIX. La crisis financiera y alimentaria puso en jaque el orden social de los gobiernos isabelinos. Las tertulias nocturnas y las tabernas se convirtieron en “escuelas del crimen”, en un ambiente de desobediencia vecinal que nutrían los más humildes.

Gastón estudió la evolución de la criminalidad en, por ejemplo, el juzgado de Tafalla y comprobó cómo “en tan solo veinte años los índices de delitos crecieron casi un 50%”. (“¡Arriba jornaleros!” (Txalaparta, 2003).

Las agresiones alcanzaron la cima en los meses de invierno, como el secuestro de Olite, cuando apretaba más la necesidad por falta de trabajo. “No era sino el reflejo del impacto que la revolución burguesa estaba teniendo en la sociedad navarra y que, entre otras cosas, estaba provocando la desarticulación de la comunidad campesina”, escribe el también profesor de historia del instituto de bachillerato de Tafalla.

La miseria entre los jornaleros llegó a tal punto que, por ejemplo, el Ayuntamiento de Olite mostró públicamente su inquietud por los índices de desempleo y se preguntó públicamente “¿si los braceros no tienen ocupación para adquirir el jornal, con qué comprarán el pan?. Por eso, con razón, le preocupa más a este ayuntamiento la falta de trabajo que la escasez de pan”.

El abogado tudelano José Montoro escribió en 1929 que a raíz de las enajenaciones del comunal, “el pueblo de Olite se vio privado totalmente de terrenos de cultivo, de lugares donde leñar, de pastos para sus ganados, todo era de unos pocos. El pueblo verdadero y único dueño, despojado de su patrimonio, debía extender su mano para que los expoliadores le dieran una limosna si lo tenían a bien o elegir entre la miseria y la emigración”.

Las protestas fueron intensas y en Olite las calles se regaron de sangre, unas veces campesina y otras corralicera en forma de atentado. Un ejemplo poco conocido es el que descubrió Gastón al revelar el envió de paquetes bomba por un olitense que, en 1854, puso en circulación varios libros que “al abrirse tenía que explotar al destinatario”. Entre los receptores estaban el concejal de cuentas del Ayuntamiento de Olite; el obispo Pedro Úriz, olitense que ejercía en Lérida; un juez de Tafalla; el presidente de la Audiencia de Pamplona, su secretario y varios miembros del Consejo de Navarra.


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