jueves, 26 de febrero de 2015

LA REINA “DESPECHADA” MURIÓ HACE 600 AÑOS

Leonor en su sepulcro de Pamplona
La vida de Leonor de Trastámara, princesa castellana del mejor linaje, no fue fácil en Navarra donde, empero, llegó a ser reina y dejó este mundo un 27 de febrero de 1415, hace ahora 600 años, algunos dicen que en Olite y otros en Pamplona. Casada por conveniencia a los 15 años, como todas las nobles de la época, con el futuro Carlos III el Noble, la trastámara vino al reino con recelo. Temerosa de los venenos que manejaba su suegro, un rey apodado el Malo por los franceses, no durmió tranquila cuanto estuvo en terruño navarro. Seis años después de sus esponsales, abandonó a su marido para regresar a Castilla. Las infidelidades del evreux fueron notorias. Con Leonor tuvo solo 8 de los 16 hijos que se le conocieron. A pesar de ello, no le quedó otro remedio que regresar a Olite cuando en Castilla no triunfaron sus maquinaciones internas. Al viejo reino se trajo su propia corte, siempre se rodeó de castellanos. Entre viaje y viaje a París, el noble Carlos III le levantó una suntuosa morada. Doña Leonor ejerció de digna lugarteniente en ausencia del monarca y reposa junto a Carlos en el bello mausoleo que preside la catedral de Pamplona. Seis siglos después, en Olite tiene dedicado hoy un paseo principal.

       De la unión del rey Enrique II de Castilla con Juana Manuel, hija del escritor don Juan Manuel, nació la infanta Leonor en 1360. Con el heredero del trono navarro contrajo matrimonio el año 1375 en Soria, una unión que quería sellar el acercamiento entre los monarcas de Francia y Castilla. Sin ceñirse todavía la corona tuvieron sus primeras hijas, mientras Castilla, con el discreto apoyo de Navarra, se ocupaba de hacer la guerra a Portugal.

      En 1387 murió el rey navarro Carlos II, llamado el Malo por sus muchos detractores galos. Su primogénito dejó a Leonor en el castillo valisoletano de Peñafiel y partió raudo a Pamplona. Después, pese a la crisis económica que azotaba Navarra, se organizaron justas y torneos para recibir por todo lo alto a la trastámara, que llegó rodeada de sus servidores más cercanos.

      Sin embargo, según los biógrafos, Leonor no se adaptó la corte. En 1387 regresó a Castilla con la excusa de pasar una temporada junto a su hermano Juan I. La partida se convirtió en fuga y la ausencia lejos de Navarra duró siete años.

       La situación no fue cómoda para Carlos III el Noble. Tres años después de la separación, hizo de tripas corazón y pidió al rey castellano que mediara para que su esposa recapacitara. Los caballeros navarros Martín de Aibar y Ramón de Arellano se hicieron cargo de la delicada embajada que, según las crónicas, fue recibida con reticencias y reproches por una reina quejosa a la que, por otra parte, entretenía el marido, entre otras, una tal María Miguel de Esparza, madre de Lancelot, uno de los primeros hijos bastardos del monarca.

       Los celos, excusas sobre una exigua pensión o el temor a las ponzoñas que manejaba su suegro para eliminar adversarios, fueron algunos argumentos esgrimidos para desconfiar de Navarra. Los dos enviados entendieron que Leonor necesitaba tiempo para abandonar sus suspicacias y regresaron con las manos vacías al viejo reino.

      Carlos III aceptó el desplante pero reclamó que su hija primogénita, Juana, volviera a casa aunque fuera sin su madre, condición que aceptó el castellano Juan I que las protegía. No obstante, con la muerte de este monarca en 1390 se desató una lucha de poder por el tropo en la que Leonor, involucrada profundamente en la política de su cuna, tomó partido por el bando derrotado.

      El nuevo soberano Enrique III negoció entonces con Calos III el Noble la vuelta de su tía y en 1395 Leonor llegó de nuevo a Navarra. Para calmar los ánimos, el rey navarro llegó a firmar un documento en el que se comprometió a no atentar contra la vida de su mujer. Los siguientes veinte años Leonor fue transparente, no destacó prácticamente en nada, y acompañó en el trono al evreux al que dio hasta ocho hijos legítimos.

       Siempre vivió Leonor arropada en sus servidores castellanos, a los que se trajo a la corte. Las costumbres de su tierra se dejaron notar. En 1399, entre el Palacio Viejo de Olite y la iglesia de Santa María,  el rey construyó un edificio de ladrillo a la manera castellana, según la documentación que dejó en Comptos la compra del material. Incluso en el léxico hubo huella. Al entorno de la reina en palacio se le llamaba, por ejemplo,  “casa” y no “hostal”, que era lo habitual en Navarra. Al servicio de Leonor había cargos hasta entonces ajenos a la tradición del reino, como los “alguaciles” o “reposteros”, y otros de mención castellana poco habituales, como “mayordomo”, “criado”, “contador” o “copero”. También utilizaban palabras derivadas del árabe, al uso de Castilla, para oficios como el de sastre, al que designaban “alfayate”, o al veterinario “albéitar”, según ha visto la historiadora María Narbona.

      “Todo lo que estaba en manos de la reina se hacía a la manera de Castilla. Contrataba a las parteras de ciudades como Toledo o Sevilla, y sus médicos eran también castellanos”, señala la investigadora, que recuerda que en su testamento fechado en Olite en julio de 1414 el 75% de los beneficiados eran sus “gentes castellanas”.


       Después de 15 años casada y en víspera de un largo viaje de Carlos III a Francia, por fin fue oficialmente coronada reina de Navarra. El rey temía por su vida, intentaba recuperar el patrimonio familiar en Normandía y redactó sus últimas voluntades antes de salir al extranjero. En los tres años siguientes, el monarca dejó Navarra en manos de Leonor, que como lugarteniente gobernó con firmeza. Sus últimos años fueron duros. Murieron uno tras otro muchos de sus hijos y al final solo Blanca, viuda del rey de Sicilia, pudo levantar un cetro navarro que volvió a declinar cuando, en segundas nupcias, se unió a Juan II de Aragón, que detonó finalmente la guerra civil en Navarra.


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