El escritor, lingüista y profesor de universidad, entre otras cosas, José Luis Álvarez Enparantza, Txillardegi, se acaba de ir de este mundo, a los 82 años, sin hacer mucho ruido. El donostiarra revolucionó la novela vasca en los años del duro invierno franquista y aportó una visión nueva al abetzalismo de posguerra que nos ha llevado a la compleja realidad actual, de la cual fue protagonista desde la izquierda.
Hombre de escepticismo inteligente, exploró mil caminos para desandar cientos. En una de estas incursiones, cuando ya había fundado ETA y pagado peaje de exilio, contaba que recaló en los años setenta en la vieja Olite, la Erriberri vascona.
Ilustraba, fiel al trato fácil, cómo en la Bodega Cooperativa Olitense se sentó con los parroquianos para compartir mantel el día de su hermandad, que a mediados del mes de junio coincide con la fiesta del Corazón de Jesús. Entre txistorra y trago de vino, los militantes clandestinos entre los que estaba Álvarez se dieron cuenta de que aquellos campesinos navarros reunían en media docena más apellidos vascos que la cúpula de ETA de entonces.
Txillardegi, que hasta hace pocos años visitaba librerías de Olite y editoriales de Tafalla, señalaba cómo descubrió “lo equivocados que estábamos. Teníamos que haber comenzado a cimentar desde la Nafarroa Osoa”, se lamentaba al memorar que, muchas veces y en aquella época más, la centralidad del antiguo estado navarro quedó aparcada en pro de un mensaje más disperso que ha dejado lastres, esperemos que superables. Se fue Txillardegi y murió un navarro de Donostia.
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