La corrupción de los cargos públicos no es solo una
enfermedad de nuestro tiempo, pese al continúo goteo de noticias que
últimamente hastían al ciudadano medio. En todas las épocas se ha metido la
mano al cajón y en Olite, en el siglo XIV, con bastante fruición. Cuentan los
antiguos legajos que entre 1340 y 1345 hubo por estos lugares un procurador del
rey ladrón y sanguinario, un “chorizo” le llamaríamos ahora, al que con coraje inusitado
denunciaron unos olitenses maltratados. Se llamó Jacques de Licras, dejó
nefasto recuerdo, aunque eso sí, al menos en la Edad Media, el mangante no se
fue de rositas porque acabó preso, torturado y ahorcado por abusar para
enriquecerse con maldad en el ejercicio del poder que le había delegado el
reino.
Jacques de
Licras fue un verdadero monstruo, un abogado de origen francés sin escrúpulos,
que trepó a puestos de poder en tiempos de Felipe de Evreux e hizo de su oficio
el abuso, según ha estudiado en los archivos Pilar Azcárate, que revela que el
corrupto oficial llegó a reunir hasta diez querellas contra su persona. Unas le
acusaban de cohecho a cambio de dinero o de favores sexuales. Otras de falsificar
testimonios, confiscar propiedades o mantener una conducta cruel con quien se
topaba en su camino.
De las
varias imputaciones que hubo sobre su persona en toda Navarra, algunas de las
más concluyentes las elevaron a la justicia vecinos de Olite. Por ejemplo, el
carnicero Johan Sánchez, que después de los abusos del podrido procurador quedó
“pobre e miserable”. El hombre se vio inmerso en un lío para pactar los precios
de la carne, un conflicto que le llevó delante de Licras, que “maliciosamente,
por dineros y servicios doblados que ha recibido” no hizo justicia y fue contra
el carnicero.
A las
acusaciones de cohecho de este olitense se unieron otras que llegaban de varias
localidades donde el procurador tenía jurisdicción. Sin fundamento, por
ejemplo, embargó la casa de un judío de Estella. También, decían, había
liberado a unos asesinos a cambio del favor de la hermana de uno de ellos o
que, en Pamplona, aceptó la declaración de testigos falsos “corruptos por
dinero”.
De su
crueldad daba cuenta la paliza que propinó a un cura de la iglesia de San
Lorenzo que intentó confesar a unos reos. Licras se opuso a que el sacerdote
tratara con los presos e, iracundo, la tomó con el clérigo y le hizo “una gran
brecha en la cabeza y lo quiso matar”. El salvaje personaje también arrestó
caprichosamente y aplicó tormento a los pobres diablos que osaron contradecir
su dictado.
Tanta discrecionalidad
topó, también, con un peletero de Olite llamado García Miguel. El
enfrentamiento primero fue de lo más baladí. La disputa por la propiedad de un
perro que, además, demandaba el hermano del procurador, un tal Robert de
Licras. Pilar Azcárate cuenta en “Un caso de corrupción en la Navarra del siglo
XIV” que la refriega terminó con el peletero agredido por cuatro rufianes que
le arrancaron una oreja. Hubiera muerto de no ser porque, alertadas por sus
lamentos, la mujer y suegra del desgraciado avisaron a unos vecinos para que
intermediaran.
El alcalde
y los concejales intercedieron ante el procurador que, dado su carácter, montó
en cólera y amenazó, por señalar a su hermano en la refriega, con multar a todo
Olite con 100.000 libras y “ahorcar a 20 de los mejores hombres”, entre otras lindezas.
Atemorizados los ediles, rogaron a García Miguel que se entregara voluntariamente
al malcarado preboste.
Ya en
prisión e incomunicado, al infeliz le colocaron “una barra que ponen a los
traidores y ladrones que merecen ser ajusticiados”. A los 15 días, las
autoridades volvieron a pedir la libertad del peletero. Pero Licras, siempre
brutal, accedió si le dejaban cortarle la otra oreja para que, colgada como un
collar del cuello, la paseara por el pueblo mientas le azotaban. Solo las
súplicas de la mujer del encarcelado consiguieron, finalmente, el perdón.
Tanta
impunidad no pasó desapercibida. Fue el comisario Robert Lalose quien inició
una investigación sobre el suceso de Olite. La autoridad real llamó al alcalde,
García Abad, y al preboste de la localidad, Miguel Pérez, para que certificaran
los testimonios de denuncia realizados por media docena de vecinos.
También en
este periodo, el olitense Tomás de Bocachica se enzarzó en otro proceso contra
el ruin funcionario. Resultó que el denunciante ejercía de “baile”, una especie
de guarda local que vigilaba el término de Las Fuentes. Un día vio a una mujer
llamada María, manceba y amiga de Licras, robar de unas viñas una canasta de
uvas y agraz. El vigilante la reprendió y, más tarde, el procurador envió a un
tal Jaquet para que le diera una paliza. El asunto no quedó ahí. A los meses,
ordenó su detención y encadenó a una barra “que ponen a los traidores y
malhechores”.
Otra vez
tuvieron que intervenir en su auxilio el alcalde y algunos vecinos. Consiguieron
abrir una segunda investigación contra Licras en la que, finalmente, participó un
comisario del rey. El procurador negó todos los cargos y, de nuevo, una decena
de testigos de la localidad, unánimemente, confirmaron la parcialidad de los
abusos.
Los cargos
formulados contra Licras llegaban ya de todos los rincones del Reyno. Una y
otra vez, le culpaban de arbitrariedades desmesuradas, de extralimitarse en sus
funciones, tener un temperamento sanguinario u obrar cegado por la sed de
venganza. Le atribuyeron, incluso, “poner mala voluntad entre el señor Rey y
sus gentes del pueblo de Navarra; que tantos fueron estos y otros los males que
el dicho maestre Jaques hizo que muchas gentes se fueron del reino por las grandes
penas y tormentos que daba ...”.
Licras no
pudo defenderse de la cascada de acusaciones que le culpaban. Se limitó a negar
los cargos, pero no pudo reunir un solo testigo que declarara a su favor. Finalmente
el todo poderoso oficial real cayó de su pedestal y la justicia navarra le
condenó a muerte. Primero fue arrastrado por la calles de Pamplona al son del
clarín. Después, a pie del patíbulo, un verdugo le amputó la lengua. Y por
último, el corrompido y odiado funcionario acabó ahorcado en un prado de
Barañáin.
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