Esta es la historia de un paisano que recorrió a pie buena parte de la Nueva España hace 250 años. Un olitense poco corriente, casi desconocido, que se hizo fraile capuchino y embarcó hacia México con una misión un tanto extraña: recoger limosnas para enviarlas al Tíbet. Fray Fermín de Olite, que así se llamó, murió en tierra azteca y de su rastro sabemos gracias al diario que escribió su compañero de viaje, el toledano Francisco de Ajofrín.
Desde 1703, la orden capuchina tenía encomendada la tarea de predicar cerca del techo del mundo. Dada la complejidad de la misión, la distancia tan larga hasta el Tíbet y la ingente cantidad de recursos que invertir para mantener a los predicadores cristianos en tierra budista, los Capuchinos decidieron implicar al rey de España Felipe V en tan costoso empeño.
En 1738 arrancaron al monarca un compromiso para que permitiera viajar al reino de la Nueva España, el futuro México, a varios frailes españoles e italianos que se iban a dedicar a recabar donativos para el Tíbet. Y es aquí donde encaja nuestro vecino, que había tomado el hábito como Fermín de Olite, del que desconocemos su verdadero nombre pero sabemos que había nacido el año 1719 en la ciudad del castillo.
“Diario del viaje que por orden de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide hice a la América Septentrional en compañía de Fray Fermín de Olite” es el largo título del relato del también capuchino Ajofrín que cuenta el periplo de los religiosos en busca de dádivas en tierras de ultramar.
Un ejemplar del diario se conserva en Madrid custodiado en la Real Academia de la Historia y gracias a un estudio firmado por su secretario en 1948, Vicente Castañeda y Alcocer, sabemos que fray Fermín de Olite fue el único religioso que se quedó en México una vez que terminó la recaudación.
El olitense se hizo capuchino en Salamanca, ciudad en la que coincidió en el noviciado con su compañero escritor, cuyo nombre seglar era Bonifacio Castellano, nacido en la localidad de Ajofrín (Toledo) de la que tomó el nombre, una costumbre extendida entre el clero que también adoptó, por ejemplo, Fermín de Olite.
El día 20 de julio de 1763 comenzó el “Diario” de un viaje que, “yendo siempre a pie”, iniciaron ambos monjes en Madrid para llegar el 8 de septiembre a Cádiz, ciudad en la que se embarcaron. La travesía transoceánica duró 80 días y resultó “un martirio”, según dejó plasmado en su cuaderno Ajofrín, que tomó nota de todo cuanto vio a su alrededor y dibujó a pluma mil y una curiosidades.
El 30 de noviembre los dos capuchinos pisaron Veracruz y el 23 de diciembre ya estaban en la ciudad de México, capital de Nueva España. Pasaron unos días de relajo y, repuestos de “los desgastes y trabajos de su penoso viaje”, decidieron después presentarse a las autoridades religiosas y civiles que tenían que autorizar los permisos necesarios para comenzar la colecta.
Ajofrín y el de Olite, que según Castañeda era un tipo “sumamente original”, se ganaron la amistad del virrey mexicano, el marqués de Cruilles. El noble les invitó a residir en su bello palacio, ofrecimiento que los frailes rechazaron “por no creerlo conforme a la humildad y sencillez franciscana”.
A partir de aquí nuestros protagonistas se separaron. Se dividieron el reino. Durante meses patearon aldeas, pueblos y ciudades. Michoacán, Guanajuato o Querétaro, al norte. La Puebla, Veracruz, Oaxaca o Guerrero, al sur. Ajofrín siguió con su diario en el que apuntó desde materias de predicación a remedios contra enfermedades raras o picaduras de alacranes, víboras y serpientes.
Nuestro paisano y su amigo no cejaron en el empeño de pedir para el Tíbet. Soportaron “mil sufrimientos a causa de los calores, de los fríos, en la comida, en la cama...”, todo con la mayor “resignación y alegría”.
Francisco de Ajofrín volvió a España en 1767. Por el contrario, Fermín se quedó en tierras mexicanas y ahí se pierde la pista del de Olite en el “Diario”. Posteriormente abandonaron tierra azteca otros compañeros capuchinos también implicados en la misión: Lorenzo de Brá, Felipe de El Puerto e Hilarión de Bérgamo.
Fermín de Olite se quedó solo. Escribió al Nuncio del Papa en Madrid y le contó que el Arzobispo de México había presionado para que sus compañeros regresaran, “manifestando que tenía orden del Rey para hacer salir de allí a todo eclesiástico extranjero”. Fray Fermín alegó que había descubierto que todavía había clérigos, ajenos a los capuchinos, que permanecían, así que decidió mantenerse firme, no tornar y reclamar al Nuncio que pusiera remedio a “los males que se siguen en las misiones”.
El capuchino siguió con la recaudación para el Tíbet en un lugar hermoso del que ya no volvió. Lejos del Olite que le vio nacer, pero contento en su nueva tierra de acogida. Entre gente, como dejó escrito Ajofrín, “afable, cariñosas, de bella índole y gran caridad para los forasteros y pobres desvalidos...”. Allí quedó el olitense y aquí se archiva un pequeño recuerdo.
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