Los gitanos de Olite iban a pasar la noche de Navidad con un ojo abierto. Estaban a acostumbrados a dormir al raso, a tener por techo las estrellas de diciembre y de alcoba las ruinas de un Palacio antaño rico y ahora acorde con la indigencia de sus pobladores. Al abrigo de una torre de los Cuatro Vientos que se desmoronaba, las navidades de 1911 llegaban con la amenaza de un desplome definitivo que sepultara una corte calé de humildes moradores.
El peligro de derrumbamiento era un clamor aquel diciembre de hace cien años. El riesgo era extensivo a las mujeres que acudían a diario al lavadero situado junto a la torre. El olitense Jesús Balduz publicó una carta en Diario de Navarra en la que denunció el estado calamitoso en el que estaba el Castillo y “en especial la torre llamada de los Cuatro Vientos”.
“Contemplar el estado en que se encuentra infunde terror”, escribió. Recordó que en los últimos meses la mole pétrea había perdido la perpendicularidad y que en noviembre se había producido un primer hundimiento que a punto estuvo con acabar con la vida de los habitantes del campamento gitano.
“El silencio de la oscura noche fue interrumpido por un ruido que llenó de espanto a los gitanos que, bajo unos arcos próximos a dicha torre se albergaban, los que alarmadísimos se pusieron en pie viendo que un trozo de la torre se había desplomado. Desde entonces es notable la inclinación que día a día adquiere la torre de los Cuatro Vientos, inclinación que se dirige al lavadero nuevo”, alertó en su carta el olitense.
El lavadero público estaba a pocos metros de la atalaya en ruinas, en un paseo bastante transitado por los vecinos y, por tanto, a merced de cualquier desgracia. “Quien sabe si algún día las risueñas lavanderas que, ignorantes del peligro que corren, cantan y ríen mientras restriegan sus espumosos paños y los golpean fuertemente en la piedra, quedarán sepultadas entre los escombros”, advirtió Balduz.
El de Olite terminó su mensaje con un llamamiento principal a la Diputación, para que se hiciera cargo del “estado deplorable” del monumento, y en cuanto a la torre refugio de los gitanos opinó que era mejor “derribarla que dejarla caer por sí sola”.
La de Balduz no fue la única voz que se alzó para llamar la atención sobre la ruina. Pocos días después del primer desprendimiento, el influyente director de Diario de Navarra, Raimundo García, “Garcilaso”, también levantó su pluma para denunciar que “el castillo real de Olite se hunde”, titular de un artículo en el que llamó “a todos los navarros y a todos los amantes del Arte y de la Historia” para que defendieran “esas ruinas venerables”.
“Garcilaso” también exigió que la Diputación se hiciera con el monumento, en manos entonces de una familia de la nobleza por una turbia inscripción de la propiedad en el registro de Tafalla. “Que una casa de ilustre abolengo tiene derechos indubitables sobre esas admirables ruinas, enhorabuena: examínese y con arreglo al más estricto derecho liquídese para que la Diputación de Navarra consiga por fin la absoluta propiedad de los restos de la mansión de nuestros Reyes”.
El mayor problema para la conservación del conjunto palaciego era que la marquesa del Amparo, heredera del conde de Ezpeleta, ostentaba el título de “alcaide perpetúo” del castillo. Los descendientes de este linaje agramontés aprovecharon la circunstancia para registrar las ruinas a su nombre.
Los Ezpeletas habían sido guardianes del castillo desde el siglo XVII al XIX, aunque no propietarios con capacidad de venderlo. En las mismas circunstancias estaba, por ejemplo, el conde de Guenduláin como responsable del palacio de Tafalla, al que, por ejemplo, no se le pasó por la cabeza inscribir el monumento a su nombre.
El cargo de guardián del castillo había sido creado por la monarquía navarra para su servicio, nunca para la usurpación de la propiedad. La legítima propiedad sería, por tanto, de la Casa Real navarra o en su defecto, tras la invasión española, del Estado conquistador. Nunca del alcaide.
El interés de los descendientes de los Ezpeleta en la propiedad de un castillo ruinoso era económico, ya que el beneficio de la venta de los sillares de piedra no era despreciable, así como el enorme solar sobre el que se asentaba en el centro de Olite, según cuenta Emilio Quintanilla en su libro “La Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos de Navarra”.
El ayuntamiento de la localidad había denunciado en 1895 el expolio y se había dirigido a la Diputación para pedirle que frenara la venta de bloques de piedra que aceleraba la desaparición del monumento, consideración que fue desatendida “al tratarse de una propiedad particular”.
En 1902 los olitenses llegaron a manifestarse públicamente para evitar que los empleados de la marquesa remataran una demolición que ya había ordenado. El Ayuntamiento elevó una reprobación formal que tuvo poca repercusión porque siguieron los derribos parciales. En 1907, por ejemplo, un vecino con corrales mugantes a la muralla tiró parte del lienzo para construirse un caserío en el campo.
Las constantes denuncias públicas, las cartas en los periódicos, la implicación de periodistas, historiadores, intelectuales como Campión, Olóriz o Altadill, así como la labor de la Comisión de Monumentos, lograron, por fin, que en 1913 la Diputación accediese a comprar las ruinas a la marquesa del Amparo. Dos años después comenzaron las tareas de consolidación y en 1925 los arquitectos Yárnoz Larrosa ganaron el concurso de restauración definitiva.
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