El autor, Ángel Jiménez Biurrun |
En pleno invierno de la dictadura franquista, el año 1967
(se cumple ahora medio siglo) hubo una pluma anónima que a través de una
treintena de hojas mecanografiadas y mil veces fotocopiadas en la
clandestinidad se atrevió a escribir la historia de Olite/Erriberri desde un
punto nunca antes contado, desde la perspectiva de la economía y la influencia
que tuvo la usurpación del comunal, de los conflictos entre liberales y
carlistas, de motines y sangre, de la llegada del siglo XX y la República y
cómo, por primera vez, se puso nombre a medio centenar de asesinados del pueblo
abandonados en las cunetas. Aquella mano discreta, que también fue amenaza, fue
la del olitense Ángel Jiménez Biurrun, un albañil comprometido en la época con
las organizaciones cristianas progresistas.
Ángel
Jiménez rondaba entonces 40 años y su sobrino Javier Rey era solo un
adolescente que le ayudaba en las correcciones del texto y a pasar a máquina
una historia valiente que ya no hablaba de castillos, reyes ni princesas, como solo
se habían escrito hasta entonces las crónicas olitenses. Las fotocopias de
aquel relato fresco corrieron pronto de mano en mano y no hubo curioso
comprometido con la libertad que no echara un ojo a aquella “Historia de un Pueblo”,
como la tituló el autor, que nunca cuajó en libro quizá por la humildad de
Jiménez.
Las hojas,
ilustradas con dibujos del mismo redactor sobre escenas que narraba, comenzaban
con un prólogo en el que el autor aclaraba que a través del caso de Olite/Erriberri
pretendía, en general, contar lo que había ocurrió con las tierras comunales en
Navarra y cómo se vendieron a particulares en el s. XIX, lo que dio origen a
conflictos y a la desigualdad social.
La
“Historia de un Pueblo” se adentra, después, en cómo un capitalismo agrícola
incipiente, disfrazado de modernidad, utilizó los partidos liberales para
hacerse con cómplices que desde los ayuntamientos entregaron los terrenos
comunales o corralizas, columna del sustento de la mayoría campesina carlista
que aseguraba cierta igualdad y garantizaba que no hubiera grandes pobres. Roto
este equilibrio, los más humildes, sin tierra que cultivar, tuvieron que
emigrar por cientos en barcos que les llevaron a Argentina, Uruguay o Cuba.
“De la
8.000 hectáreas con las que contaba el pueblo, tan solo 1.000 quedaron en forma
de pequeñas parcelas”, destaca Jiménez para arrancar una explicación que, a
raíz de este empobrecimiento, desencadenó, por ejemplo, en una emboscada
nocturna “trabuco en mano” contra el hijo de un corralicero, en cuatro
jornaleros muertos en una taberna tras una refriega en 1884 entre vecinos y
alguaciles “cuchilleros” y, por fin, en la llegada en 1903 del cura Victoriano
Flamarique que con sus cooperativas modernizó el pueblo y amansó las levantiscas
bases carlistas.
El autor,
un enamorado de la obra social del párroco de Santa María, explica cómo las
fortunas liberales seguidamente organizaron el Sindicato de Labradores para neutralizar
la influencia del Círculo Católico Agrario carlista creado por Flamarique.
Narra como continúo el conflicto por la reversión al Ayuntamiento de los
comunales privatizados, de las presiones a través de los incendios de pajares
de los propietarios o del asalto al cuartel de la guardia civil en 1914 que
terminó con otros cuatro olitenses muertos y un consejo de guerra que condenó a
varios vecinos más.
El relato
contextualiza que, entonces, el cura medió para serenar al campesinado, que se
declaró en huelga y no fue a trabajar a las tierras de los corraliceros.
También que, en 1920, la Caja Rural y la Bodega Cooperativa entraron en
dificultades económicas y cómo las mayores fortunas aprovecharon para minar la
credibilidad del padre del cooperativismo olitense y, prácticamente, forzaron
su traslado a Tarazona, donde murió Victoriano Flamarique casi olvidado, según
recuerda Jiménez.
En este
contexto de desmembración de la organización campesina llegó la II República,
que supuso una vuelta a la reivindicación del comunal como sustento económico
de la mayoría de los vecinos y el impulso de sindicatos de clase como el
socialista UGT, “al que se adhiere la mayoría de los trabajadores olitenses”.
Una alianza de republicanos de izquierda y ugetistas ganó las elecciones
municipales, mientras que los carlistas, ahora junto a la derecha autoritaria,
se obsesionaron en atacar un régimen republicano que se había declarado laico.
El autor de
“Historia de un pueblo”, siempre desde una perspectiva cristiana abierta, narra
el devenir municipal republicano, con aciertos y errores, y cómo, al final,
estalla el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Y es aquí cuando el relato vuelve
a ser verdaderamente valeroso. Habían pasado 31 años de la sublevación militar
de Franco y la presión de la dictadura era tal que solo murmullos ponía nombre
a los republicanos asesinados en los primeros días de la revuelta. Pues bien,
fueron las hojas clandestinas de Jiménez las que, por vez primera, rompieron el
silencio y blanco sobre negro pusieron nombre y apellidos a los republicanos
asesinados, que hasta casi los años 80 no fueron desenterrados de las cunetas e
inhumados en un panteón común en el cementerio. “Han pasado 30 años (escribió
un visionario Jiménez en 1967) y sería justo que los hijos de aquellos vencidos
puedan hablar de sus padres sin amargura ...”
Terminaban
las fotocopias clandestinas con una triste premonición: “Se había extendido la
creencia que tras la guerra los caciques darían facilidades a los jornaleros,
Todo ha seguido igual ...”. Ángel Jiménez vivió después en Pamplona, estuvo
casado 40 años con Rosa Ramírez y tuvo tres hijos que ya le han dado hasta
hermosos nietos. Con casi 88 años su pluma no falta en los artículos
costumbristas que regala al vecindario cada año en el Programa de la Fiestas.
Pero, quizá, fueron estas hojas valientes, anónimas entonces, una de las mayores aportaciones que ha legado Jiménez a los olitenses.
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