Olitenses en los años veinte, junto al muelle del tren |
Desde la antigüedad,
recuas de acémilas con sus pellejos trasportaron el vino de Olite. Unas veces
venía a comprar galeras de fuera y otras eran los olitenses los que salían con
sus carros cargados de barricas y pipas hasta Pamplona, San Sebastián, Bilbao
y, muchas veces, Francia. A partir de 1860, aproximadamente, se inauguró el
camino de hierro del ferrocarril. Durante cien años el tren transportó el vino
a grandes distancias. Lo hizo en vagones cerrados, con pipas de roble de 25.000
litros. En Olite les llamaban “fudres”.
De todos los inventos modernos de aquella época, el
ferrocarril fue el que más transformó la vida. El tren parecía haber alcanzado
el máximo desarrollo. Los vecinos salían a la estación a ver pasar los vagones.
Escuchaban al jefe decir: “¡Señores viajeros, al tren!”, con el objeto de que
ocupasen su lugar en los coches. Los había de primera, segunda y hasta tercera
clase. Los furgones de mercancías disponían de un factor que cuidaba las
expediciones. La más típica en nuestra merindad era el trasiego de vino.
Galera de Marcelo Andía |
En una jornada en la estación, tres hombres eran capaces
de llenar una cisterna de vino. Un empleado de la bodega cargaba las pipas de
600 litros y, luego, el arriero conducía su carro de caballerías hasta el
andén. Allí estaba otro operario que con una bomba manual pasaba el líquido al
depósito que llevaba el tren.
Era costumbre dar una pinta de vino al jefe de la
estación, al factor y a los guardagujas, para que sellaran bien la mercancía y
la custodiaran, pero solía haber abusos. Los mismos empleados del ferrocarril
de otras estaciones hacían un taladro con un berbiquí y, después de sangrar lo
que prudentemente les parecía, tapaban el orificio de la cisterna con un taco
de madera.
Antigua zona de carga |
El trabajo en el muelle de la estación de Olite se
convertía en una bonita estampa. Al obrero encargado de llenar la cisterna rara
vez se le vía solo. Las gentes sencillas que pasaban por el lugar se paraban,
echaban un trago y le daban un rato a la bomba manual, que bien le venía al
jornalero de turno porque la labor era dura.
Hubo épocas en las que el vino fue todo un lujo. Cuando
más caro estuvo fue después de la guerra de 1936. Los vecinos menesterosos se
enteraban rápido de cuándo había trasiego. Acudían para darle un rato a la
bomba y saciaban así la sed que no podían quitarse en las tabernas.
En la estación había una chapa de hierro que se utilizaba
de puente entre el muelle y el carro que descargaba las pipas. La plancha era
tan pesada que cuando se echaba al suelo hacía un ruido que se oía a gran
distancia. Los vecinos de alrededor en seguida
se enteraban de que había faena.
Siempre hubo en Olite buenos carreteros y muleros.
Durante muchos años Victorino Jiménez, alias “Pelocuto”, hizo el trasvase de la
Cooperativa Olitense a la Estación. Fue el mejor carretero de todos los
tiempos, elegante y con estilo. Era una maravilla oírle cantar jotas y ver cómo
le obedecían las caballerías. Cuando llegaba a la estación, eran todo un
espectáculo sus vibrantes órdenes: “guésqueeee ...” o “pasallaaa ...”, y los
animales daban la vuelta y echaban para atrás hasta atracar en el muelle
mientras “Pelocuto” se limitaba a tirar del freno del carro.
Estas
son algunas historias antiguas, melancólicas, que los mayores de Olite aún
guardamos en la memoria.
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