Siempre nos ha ido el júbilo y la apuesta. Quizá tenga algo que ver el clima extremo, muy caliente o muy frío, sin intermedios, y su influencia mimética en el carácter recio del paisanaje. Olite ha dado vecinos alegres, físicamente fuertes, curtidos al sol que en agosto abrasa rastrojos y en septiembre colorea las uvas. Semejantes duros, por mor de un trabajo severo y antaño, sobre todo, campesino. Labriegos con mentalidad arada a golpe de esfuerzo, de economía espartana y un sentido del humor especial, de poeta de aldea, de frescura surgida de la ocurrencia hábil que hoy se marchita y que, algunas veces, reaparece en forma de chispa en las fiestas de mi pueblo.
Los mayores recuerdan a paisanos como Marcos Landívar, alias “El Poeta”, hombre ágil y atleta, que se ataba los pies con el cinto y de un salto pasaba con habilidad de un andén a otro de la estación del tren. Marcos era buen mozo, tenía una “correa” fuera de lo normal y hasta fue agraciado en el amor. Murió lejos, en Poitiers (Francia), donde acudió a buscarse el pan.
Landívar, como tantos, no fue profeta en su tierra y pasó a la posteridad por ser el protagonista de una anécdota reflejo del carácter olitense que, en ocasiones, ve extraordinario lo ajeno y tiene a menos lo propio. Marcos fue el autor del famoso “gol del poeta”, frase que todavía emplean algunos viejos para destacar que la vida es según el color del cristal con el que se mira y que unos tienen muchos vidrios para ver y otros nacen con los espejos rotos.
Resulta que Marcos jugaba un día al fútbol con el Erri Berri y, de una distancia de medio campo, metió un gol de campeonato. Un tanto de esos que levanta a los aficionados de la grada y les hace aullar como a los lobos. El fornido jugador casi rompió la red del pelotazo. “¡Vaya golazo bonito!”, clamó un hincha que estaba junto a uno de los socios más potentados del Club de la camiseta colorada. “¿Quién ha sido, quién ha sido…?”, interrogó con ansia el rico cuyo delfín también jugaba en el equipo. “Ha sido El Poeta”, le contestó el de al lado. “Bah…, pues de casualidad”, sentenció el cegato padre que no veía más allá del driblar de su vástago. Los años pasaron, los personajes murieron, y de esa jornada en el imaginario del pueblo sólo quedó el recuerdo de aquel “gol del Poeta”.
En un País dado al envite, en una época donde jugarse los cuartos era más fácil que encontrar un trabajo digno, las apuestas entre el mocerío estaban a la orden del día. “Ramirín” Vélez era otro vecino forzudo que, según cuenta su sobrino Mari Santesteban, alias “Caparroso”, “se cogía dos sacos de cien kilos en cada hombro”. En ocasiones, el esfuerzo no era en balde y se conoce el caso de un olitense que en los años treinta murió tras una apuesta por ver quién descargaba más rápido sacos de harina en el puerto de Pasajes.
Hubo gente que llegó a jugarse el jornal mientras vendimiaba. Entre que subían y bajaban la “rincle”, los jornaleros se picaban a costa de si podían levantar o no una piedra gigante que dormía en la ladera de la viña. Otro pedrusco hermoso, del tamaño de una silla, provocaba cada tarde a un grupo de mozos que, a mediados del siglo pasado mataba el rato junto a la desaparecida bodega de Ortigosa. Vicente Garbayo, alias “Birene”, pasaba por allí cuando “Puyol”, un casta de la época que trabajaba en la Tejería, lanzó al corro el desafío: “50 pesetas para el que se la cargue al hombro”.
Hubo uno, “Bochinches”, que amenazó con irse a casa, comerse dos magras con tomate, y volver con la energía suficiente para colocarse el pedazo de piedra al lado de la nuca. Pero a la hora de la verdad nadie se decidía y “Pujol” no hacía más que pasar por el morro la apuesta de las 50 pesetas, que en aquellos años era todo un potosí.
“Birene”, que según cuenta había “merendado bien”, miró de reojo la mole y pensó que no era tan difícil. Así que con un “par de bemoles” se arrancó hacia el pedrusco y se lo subió al hombro con la misma rapidez con la que a “Puyol” le cambió el color de la cara. Debió ser tal el palo, que, al final, Garbayo perdonó la apuesta y se conformó con las palmadas en la espalda que le repartieron los de la peña. Vicente ganó, años después, el campeonato de arrastre de piedra con caballería que se celebró en las Ferias de Tafalla. Los que le vieron dicen que tiraba con más fuerza que el macho de “Bajén” que le acompañaba. El de Olite se llevó el premio al mejor arriero de la Merindad.
Las apuestas y el vino corrían con más alegría en fiestas. Los encierros de vacas eran una buena escusa para demostrar el valor del mocerío y más si cerca había chavalas. El humor y el lance con los de fuera, con los forasteros, era otra forma de seguir la juerga. Los “Oreja” de Tafalla eran buenos toreros y, con frecuencia, se dejaban caer por las fiestas de Olite. Una tarde que recortaban el ganado en la Plaza un vecino les gritó: “las vacas p´a los del pueblo”. A lo que un ocurrente, también de Olite, refutó sin pensarlo: “las vacas p´a los que tienen cojones”.
Eran otros tiempos. Más rudos para unos, más nobles para otros. Años en los que en las fiestas no había tanto programa organizado, pues la crisis, que también existía entonces, se encargaba de suplir las deficiencias con el desparpajo. Un gracejo como el que, según cuenta Ángel Jiménez, gastaron unos mozos cuando les negaron la entrada en el baile del “Casino de los ricos”. Los selectos asociados habían colocado un cartel en la entrada que advertía: “Prohibido el paso a los no socios”. Así que al día siguiente el letrerico apareció alterado. Algún gracioso eliminó la primera “o” de la palabra “socios” y la cambió por una “u”. Para despelote general el aviso quedó así: “Prohibido el paso a los no sucios”.
Eran años austeros, es verdad, que se saldaban con despilfarro de ilusión y que denotaban una mentalidad que conformaba la personalidad de no sólo la gente de Olite, sino también la de toda una comarca. Como aquella anécdota de un edil valdorbés que aún recuerda Miguel Rodeles y que tuvo como marco la visita que a mediados de los años cincuenta hizo Franco a Pamplona. Al día siguiente, el dictador generalísimo se trasladó a Olite, donde distintas autoridades estatales y locales le hicieron el coro en la entrega de las viviendas protegidas que se había levantado en el barrio de “Corea”.
En este ambiente, el alcalde de un pequeño pueblo de la Valdorba se acercó a un ministro que acompañaba al poderoso Caudillo para reclamarle una “prostituta” que sustituyera a la maestra de la escuela municipal que estaba de baja. “Pero hombre, por Dios”, contestó risueño el ilustre consejero, “querrá decir una sustituta”. “No, no…” replicó el valdorbés, “le he dicho aposta una prostituta, para que se acuerde de mí, porque si le digo bien el nombre seguro que se olvida en cuanto salga de Olite y ahora, con la gracia, lo va a retener en la mente”. No hay ni que decir que, cuando comenzó el curso, en la escuela de la Valdorba hubo una nueva “sustituta”.
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