Por Luis Miguel Escudero
En febrero de 2013 se cumple el doscientos aniversario
del gran incendio que devastó el Palacio Real de Olite/Erriberri, una actuación
atribuida al guerrillero Francisco Espoz y Mina para mermar la operatividad de
las tropas de Napoleón en Navarra, un tópico cuya causa obedeció verdaderamente
a este fin, a la enemistad del de Idocin con el alcaide del castillo, a la reutilización
del plomo de los tejados como munición o, simplemente, al atractivo botín de
guerra. Las incógnitas todavía hoy se elevan en el tiempo, como las altas columnas
de humo de aquel destructor fuego que dejó el monumento por siglos en ruinas y
estuvo a punto de acabar del todo con él.
La versión
más manida es la que en los libros apunta que la quema se hizo para evitar que
los franceses se atrincheraran en un punto estratégico para la comunicación
entre Pamplona y Tudela. El cabecilla de la guerrilla navarra decidió, por
tanto, calcinar la fortaleza sin importarle su simbolismo histórico, la
arquitectura que conservaba o los vestigios artísticos que, como los techos
artesonados, todavía mantenía en el siglo XIX una de la residencias palaciegas
más lujosas de la Edad Media. A fin de cuentas eran tiempos de la guerra y
Espoz, un mero campesino trastocado en soldado, un militar al que luego algunos
historiadores le echaron en cara su insensibilidad gratuita.
La maniobra
destructiva aparece ligada a la toma del fuerte de Santa Lucía de Tafalla,
donde se rindió un destacamento de unos 400 franceses tras un bombardeó de
castigo de la guerrilla. El 16 de febrero de 1813, Espoz y Mina envió un parte al
general Gabriel Mendizábal en el que narró la ofensiva de Tafalla y, de forma
muy escueta, la manoseada versión del incendio del palacio de Olite.
En su
estudio sobre las ruinas del Castillo, Juan Iturralde y Suit incluyó la carta que
escribió Espoz a Mendizábal: “Así ha fenecido el sitio de la plaza de Tafalla,
y tal ha sido el resultado de su guarnición después de tres años de pacífica
posesión, a la que yo jamás pude oponerme por la falta de artillería. Concluida
esta operación he mandado destruir el fuerte y demoler todas las obras de
fortificación, así como también un convento inmediato, que fue de Recoletas, y
un palacio contiguo, por considerarlos a propósito para establecer guarnición
el enemigo. Lo que igualmente he
ejecutado con otro convento y palacio de Olite, a fin de tener expedita la
carretera desde Pamplona a Tudela, y obviar que el enemigo pueda cobijarse”.
Es el mismo
Iturralde quien, a finales del siglo XIX, comienza a preocuparse por la
restauración de la fortaleza y quien en su estudio no se muestra totalmente convencido
de la interpretación aniquiladora que convertía Olite en tierra quemada en un
momento en el que, precisamente, la dominación francesa comenzaba a flaquear y
su ejército a replegarse, por lo que la teoría del atrincheramiento en el
Palacio perdía fuerza. Iturralde, no en vano, destacó que tras el incendio del
edificio “las cubiertas de plomo de sus torreoncillos y garitones se fundieron
para hacer balas”, con las que Espoz y Mina perseveró para asentar su liderazgo
militar y, también, político.
Otros
autores han ligado la catástrofe a las malas relaciones que, al parecer,
mantuvo el guerrillero con la familia Ezpeleta, nobles con casa en Beire que
tenían encomendada la custodia del monumento de Olite a perpetuidad y por la
que unos años antes de la quema Joaquín Ezpeleta Dicastillo había pagado 7.000
reales de plata.
Lo cierto
es que cuando se arruinó la fortaleza de Olite a, comienzos de 1813, la
situación de los franceses en Navarra no era ni mucho menos buena. Napoleón
había sido vapuleado en Rusia y el ejecito imperial no era ni sombra del que
había dominado Europa e invadido en 1808 la Península. En Navarra habían
reducido ya sus efectivos. Muchos destacamentos abandonaban en repliegue y,
además de la de Tafalla, solo quedaban guarniciones importantes en Pamplona,
Tudela, Irurtzun o Lecunberri, muchas de ellas amenazadas por la guerrilla, que
era quien verdaderamente controlaba el territorio, por lo que difícilmente los galos
podían buscar refugio en Olite.
En
realidad, la División Navarra que mandaba Espoz y Mina controlaba todo el terruño
salvo Pamplona. A comienzos de aquel 1813, Espoz recibió, al fin, cañones por
mar que le llegaron con apoyo inglés desde Deba y Zumaia. Con ellos y una
compañía de 1.200 fieles bombardeó Tafalla, que para los franceses constituía un
rico núcleo comarcal de aprovisionamiento, sobre todo de cereal y almacenamiento
de municiones.
Los
voluntarios de la Merindad de Olite que se unieron a la guerrilla fueron
proporcionalmente superiores a los de, por ejemplo, la Cuenca de Pamplona. Espoz
pisaba terreno seguro. Según ha estudiado Francisco Miranda, solo en la
localidad de Olite, 78 vecinos se unieron a las partidas que hostigaban a los
invasores. De ellos, 11 murieron en combate y ocho cayeron presos de los
franceses, así que la pujanza de los de Napoleón era más que cuestionable en un
contexto en el que la guerra se decantaba ya a favor del todopoderoso Francisco
Espoz y Mina.
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