Por Luis Miguel Escudero
Para uno que no es precisamente un alpinista, el documental que narra el rescate fallido del pamplonés Iñaki Ochoa de Olza habla más del interior humano que de la generosidad en la montaña.La película se ha querido presentar así, como un derroche de solidaridad en vano pero a mi me llenan más las historias que cuentan quienes se arriesgaron que el documento con final conocido.
Resulta revelador el testimonio del ruso Alexei, que narra como los alpinista son una especie de lobos solitarios que, en su caso, huyén durante unos meses de la realidad que a diario les bombardea a través de, por ejemplo, los medios de comunicación. Gente de físico extremo, que confía solo en sí misma porque, como dice el suizo Ueli, si se te rompe una pierna a 8.000 metros estás muerto.
Se echan de menos más datos sobre la propia figura de Iñaki. Aparecen unas pocas imágenes de niño. Hay escasas de Pamplona o de, por ejemplo, el equipo que desde Navarra también se movilizó para evitar que el Anapurna finalmente se lo quedara.
La peli, no obstante, es de las que deja huella en el espectador. Pasan varios días y sigue pululando en la cabeza. Es un retrato muy loable de aquellos días pero refleja aún mejor qué tipo de solitarios están dispuestos a tocar de cerca el cielo, a traspasar una raya invisible que les hace inmortales a conciencia.
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